El 21 de septiembre se presentará en Estepa (Sevilla) el libro póstumo de nuestro querido autor Javier Jabato, «Sombrerito y las bestias».
Queremos hacer un recorrido por su obra y rendirle homenaje.
Hoy compartimos con nuestros seguidores una relato de su libro «Primer invierno después» publicado en nuestro sello Edicion Punto Didot en enero de 2017.
LA FIESTA DE LOS HUÉRFANOS
Para el poeta, para el filósofo, para el santo, todas las cosas
son amigas y sagradas; todos los hombres, divinos.
(Ralph W. Emerson)
Los niños, como Pablos que caían de su caballo, omitieron las órdenes de sus mayores, de sus padres y de sus tutores, de sus sacerdotes y de sus entrenadores de fútbol, y así, y como si hubieran sido abducidas sus consciencias por una entidad superior e inconmensurable, abandonaron sus deberes y quehaceres de hijos modélicos, sus catequesis y sus clases de violín, y se fueron a los parques a jugar entre los columpios tal y como algún día, lejano ya, olvidado y sepulto, habían hecho sus propios captores. Sus ojos de vitriolo, de querubes o diablos del futuro, recordaban por momentos a los de sus pares protagonistas de El Pueblo de los Malditos, pero por lo general lucía límpida y transparente su mirada, espejo de la franqueza de todos aquellos que no consideraban que estuvieran comportándose de manera ominosa. Para ello, para regalarse a sí mismos aquella irrepetible jornada de asueto y des-producción, hubieron de escapar una vez y otra de sus padres y de sus tutores, de sus sacerdotes y de sus entrenadores de fútbol, y en puridad muchos de ellos pasaron más tiempo huyendo que divirtiéndose, habiéndose dado el caso de que algunos infantes ―los más tozudos, los que más ansias de libertad encerraban en sus pequeñas carcasas de carne; los que más tocados estaban de aquella revelación de parvulario que mágicamente había acontecido― escaparon diez y doce veces, y todas las que hicieron falta, hasta que fueron recluidos en los sótanos de las casas o drogados con bromuro o atados como perros de cortijo, como posesos del espíritu de Pazuzu, a las patas de la cama. Padres o no, la mayoría de los adultos, castradores y castrados, vencedores y vencidos, precadáveres que leían periódicos y hablaban a gritos con los políticos que les salían por la tele, creyó ver en aquel sindios una muestra evidente de que se acercaba el final de los días conocidos y se acordó, ¡ah, entonces!, de las vetustas letras de las diferentísimas biblias que hibernaban en los cajones de las buhardillas, junto a la ropa pasada de moda; los adultos utilizarían luego el suceso para reafirmarse en la exacta creencia de que eran necesarias, ahora y siempre pero ahora más que nunca, todas aquellas medidas represivas con las que se intentaba conseguir, y vive Dios que se conseguía, que aquellos pequeños hijos de puta con churretes de nocilla en la boca se convirtieran, andando el tiempo, en conductores de audis y en mujeres fregona.
Algunos habitantes de la ciudad, una minoría de hombres y mujeres considerados mediocres, de los que permanecían callados en las conversaciones sobre fútbol y no hacían aspavientos cuando iban hablando por la calle, de los que apenas levantaban sus miradas en las estrecheces del metro, se asomaron tranquilos y venturosos a sus ventanas a aquella última hora de la tarde. Sonreían afablemente. A poco que aguzaban un tanto el oído podían escuchar aún las voces de los más rebeldes, nocturnos ya pero todavía en sus juegos.