Parodiando a Bertold Brecht: “En Luceni, en el año 36, se libró una batalla muy sangrienta… Allí perdió la hermana al hermano, la mujer al marido…”. El libro trata de eso, de un veintitrés de julio del treinta y seis en las barricadas, de trabucos y escopetas de caza frente a armas de guerra, de unos que ponen sus cuerpos y otros las balas ―el paroxismo―, de los momentos antecedentes y consecuentes.
Los momentos antecedentes, o sea el caldo de cultivo ―las largas raíces del enfrentamiento entre las viejas certidumbres y las nuevas ideas― también se ven retratados en el libro.
Y frente a la posverdad de mucho posmoderno que propugna casi una impugnación general de la memoria histórica (ninguna biografía con culpa), hay también un protocolo para el “no olvido”: contar las historias, reconocimiento a las víctimas y a sus descendientes. Estos que han cargado tantos años con la pena adicional del olvido, o a veces con el propio complejo de culpa, con la tacha de sospechosos permanentes que les llevaba a no hablar como una manera de protegerse.
Como decía Azaña: “Escuchemos la lección de esos hombres y mujeres caídos magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, ya sin rencor, abrigados en la tierra, nos envían el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, piedad y perdón”.
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